¡Ay, qué dolor!
Desde bien pequeños aprendemos lo que es sentir dolor físico. Cuando aprendemos a andar, el afán por ser independientes por fin provoca, con frecuencia, caídas fruto del escaso control motor. Durante la infancia, nos caemos de los columpios y de la bicicleta. Y cuando somos más mayores, nos cortamos con algún cuchillo o tropezamos con las patas del somier. Hacerse daño es tremendamente fácil.
Está comprobado que el dolor es una sensación y una emoción que provoca nuestro alejamiento del estímulo que nos causa eses dolor. Por tanto, tiene una función adaptativa para favorecer nuestra supervivencia y protege nuestra integridad física. Cuando neurológicamente el dolor el bloqueado, el individuo no nota las lesiones y puede llegar a morir.
La experiencia del dolor es tridimensional: la que discrimina el estímulo, la relativa al modo de percibir y comprender el estímulo y la que se relaciona con los sentimientos desagradables que ocasiona. Así, cuando nos cortamos con unas tijeras, cuyas características conocemos de sobra (objeto punzante, cortante, capaz de causar grandes lesiones en el cuerpo), nos alarmamos al pensar que la herida puede ser muy grave.
La otra cara de la moneda se manifiesta cuando el dolor deja de ser adaptativo, sino que es en sí mismo fuente de tortura. Se ha convertido en crónico en ciertas enfermedades y los pacientes ven menguada su calidad de vida notablemente. Nos referimos a casos como, por ejemplo, la fibromialgia, la artritis o la esclerosis múltiple en los que se produce un ensañamiento importante.
En general, las mujeres viven el dolor con más angustia e intensidad lo cual ha generado descubrimientos relacionados con la diferencia entre sexos en la actuación y eficacia de cierto fármacos. Mientras los hombres responderían mejor a la codeína, la mujeres reaccionarían más a medicamentos próximos a la morfina.
La razón de esta diferencia respondería, entre otros, a factores psicosociales como las diferencias en la expresión del sufrimiento; y a las condiciones biológicas entre las que destacan las hormonas femeninas, concretamente, las relacionadas con el ciclo menstrual. Así, la tolerancia al dolor se desploma en el tiempo previo al periodo.
Hay quien busca placer en sentir dolor utilizando, incluso, instrumentos específicos para tal fin como látigos u objetos punzantes. Si bien es verdad que buscar el dolor de manera consciente te prepara inevitablemente para recibirlo, percibirlo segregando millones de endorfinas en tu cerebro como placer no es tarea baladí. Sin embargo, existe un concepto denominado masoquismo de baja intensidad que todos, incluido tú, hemos experimentado alguna vez. Levantarse la costra de una herida una y otra vez, realizar actividad física hasta llevar al límite nuestro músculos, o comer comida tan picante que nos llene de lágrimas los ojos. ¿Te suena?
Para finalizar, ha quedado sobradamente demostrado que el contexto se torna un factor muy influyente en la interpretación del dolor. Cuando uno ya ha experimentado diferentes grados de dolor puede compararlos, llegando a relativizar el grado de unos con respecto a los otros. Por ejemplo, hay personas que tras sufrir un dolor de muelas no perciben un dolor producido por un esquince en el tobillo como extremo. Quizá es nuestro cerebro el que nos recuerda que siempre hay un dolor que supera a otro y que, como seres humanos es preciso que estemos preparados para padecerlos, máxime cuando la esperanza de vida es cada vez más alta.