El instinto maternal
Si nos detuviéramos a observar cómo se comportan los animales en sus nidos, cómo cuidan a su prole y a qué extremos llega el instinto materno y paterno, podríamos comprobar qué grande puede ser la satisfacción y la alegría de sentirse padre o hijo en el mundo animal.
Al contrario de lo que sucede entre los seres humanos donde la familia atraviesa una profunda crisis, el lazo natural entre la madre y el hijo pareciera no existir, predomina la frialdad y la indiferencia, produciendo en los jóvenes una angustia que sólo pueden expresar con depresión y agresividad.
No son pocos los padres que dejan de seguir sus impulsos naturales, se inclinan a identificarse con imágenes falsas y se alejan de sus hijos.
La clave de un mundo mejor comienza con en el amor de la madre por su hijo. El que no tuvo de niño la felicidad de sentirse amado no podrá nunca amar ni ofrecer a sus hijos el amor que no tuvo.
De esa manera el desamor y la indiferencia se disemina por el mundo produciendo tragedias y guerras.
En una hembra que acaba de tener cría, se agita una fuerza extraordinaria que la impulsa a cuidar y alimentar aquello que salió de su cuerpo y a darle su afecto, transformando su egoísmo en amor a su propio hijo; y desde ese momento estará dispuesta a sacrificarse por él.
Los acontecimientos más importantes que establecerán una relación firme de una madre con su hijo se producen a la hora del nacimiento.
Si una yegua, una vaca, una cabra o una oveja son separadas de sus crías inmediatamente después de su alumbramiento y no se las devuelve hasta transcurridas una o dos horas, esos animales nunca llegan a sentir sentimientos maternales hacia sus crías.
Cuando una hembra mamífera tiene a su cría a su lado los primeros cuatro días, la amamanta, la lame y le da calor, su instinto se despierta por completo.
Existen hormonas que se liberan en los momentos próximos al parto, que despiertan los sentimientos y cualidades maternales necesarios para mantener y proteger la vida de la criatura que acaba de nacer, que un día después del alumbramiento desaparecen del organismo materno, pero antes esas hormonas ya han puesto en marcha el motor del instinto maternal, que continuará funcionando aún sin ellas.
Grandes cambios físicos se producen en la madre en muy corto tiempo y junto a esos cambios corporales se verifican también decisivas transformaciones psíquicas.
La hembra cuidará maternalmente a sus hijos y si éstos se extravían o mueren adoptará a las crías de otra hembra, aunque ni siquiera sean de su propia especie.
En seres humanos, está demostrado que el contacto íntimo con el niño durante los primeros días que siguen al nacimiento cambia los sentimientos de las madres que pretenden darlos en adopción. Esas madres, que sólo albergaban rechazo hacia sus hijos pasaron a sentir un amor ilimitado al tener la oportunidad de contactarse con él.
En los Estados Unidos, no menos del 39% de los hijos prematuros, que han sido colocados en incubadoras, son cruelmente maltratados por sus padres o criados con frialdad e indiferencia. Con pocas excepciones, los bebés de incubadora están predestinados a no encontrar en su vida alguien que los ame de todo corazón. Tampoco tienen razones para reír cuando son mayores.
En cambio, si la madre piensa amorosamente en su hijo que está en la incubadora, este amor es capaz de atravesar muros y cristales y tener un efecto reparador en el hijo, el cual no va a registrar posteriormente signos de privación afectiva.
Muchas de las necesidades psíquicas de nuestro tiempo podrían ser satisfechas si los padres volviesen a ofrecer a sus hijos el calor de hogar que tanto necesitan.