Los traumas no trabajados se transmiten con más fuerza.
Ya hemos mencionado en instancias previas la importancia de trabajar aspectos de la vida anímica. Una de las razones en las que radica esta importancia, es la tendencia de los contenidos inconcientes a ser transmitidos de generación en generación con gran fuerza.
Esto significa que, si bien también transmitimos a otros los contenidos conscientes, o subconscientes, a través de discursos, enseñanzas y valores; todo aquello que no es revisado ni trabajado pasa de manera encriptada. Esto implica que son contenidos no accesibles por parte de esa generación ni de la descendencia. Son contenidos que se abrirán paso a través de otro tipo de configuraciones: enfermedades, síntomas, trabas y traumas psicológicos, etc.
Freud había mencionado ya que lo no dicho tiene un peso significativo en el psiquismo. Asimismo decía que las palabras de un padre, por ejemplo, resuenan y son más fuertes estando ya muerto que cuando estaba en vida. Esto significa que tanto lo «no dicho» como lo dicho por generaciones anteriores, cobra mayor relevancia con el paso del tiempo, e incluso, en ausencia física de la persona en sí.
Por esto mismo y tanto más importante se vuelve poder revisar lo que cada uno trae. Las herencias familiares, los discursos y los misterios, son terrenos para explorar. Cuanto mayor acceso tengamos a información «oculta» por así decir, mayor será nuestro poder de elección y con mayor libertad podremos educar a las futuras generaciones.
Lo que uno no ha trabajado en sí mismo funciona a modo de un agujero negro. Al vincularnos con otros no podremos entender lo que les pasa a si se trata de un asunto no resuelto en nosotros mismos. Asi, perpetuamos un bloqueo, puntos de acceso coartados que nos condicionan.
En la crianza de los hijos e hijas esto cobra también particular relevancia. Educamos y criamos a partir de lo que conocemos y aquello a lo que podemos acceder de nuestra propia historia. Lo que está oculto funciona a modo de una sombra que se deposita muchas veces en los hijos. Ellos funcionan como depositarios de las frustraciones y los traumas no resueltos de los padres, teniendo luego a lo largo de sus desarrollo que tener que lidiar con una carga que nos les pertenece.
Hacernos cargo y resolver nuestras propias heridas es una responsabilidad de la vida adulta.
Ya se conoce por demás qué ocurre cuando hay asuntos de la vida psíquica no resueltos; estos se transmiten, se despliegan en otros generando, por lo general, confusión y sufrimiento.
Sabemos que no toda la vida psíquica es factible de volverse conciente, de modo que siempre habrá una parte que se mantendrá por fuera de nuestro acceso, y esto es correcto, forma parte del ser humano. Pero aquellas circunstancias de nuestra vida o de nuestra herencia familiar que producen dolor, deben ser abordadas y metabolizadas, para poder disminuir su poder.
Los traumas de la infancia o de generaciones previas que no resolvemos tienen el poder de dominarnos, ser el patrón de respuesta para los futuros conflictos, guiar nuestras elecciones afectivas, reproducirse a través de nuevas escenas, o síntomas.
Comprometernos a resolver, a indagar, a trabajar terapéuticamente nuestra historia nos brinda la posibilidad a nosotros y a nuestra descendencia de elegir con mayor libertad y de cerrar aquellos conflictos que nos nos pertenecen.