Niños Inquietos
Todo niño normal es inquieto y vivaz
Salvo raras excepciones, alrededor de los dos años, los niños no pueden quedarse quietos y esto es absolutamente normal.
Sin embargo, existen niños demasiado inquietos que más adelante se tornan hiperactivos, desatentos y ansiosos, y que llegan a tener con frecuencia en la escuela, problemas de aprendizaje y de conducta.
La ansiedad, trastorno común de esta época, es el miedo a lo desconocido, el deseo de seguridad, el estado de angustia, impaciencia y permanente zozobra que no permite vivir tranquilo ni tener paz interior.
Este estado de los adultos, se contagia a los hijos, a través de sus actitudes, las presiones que ejercen sobre ellos, la tensión que transmiten, el modo imperativo de hablar, las expectativas desmedidas, las obligaciones a que los someten y también por el modo de relacionarse.
Cada niño es único y tiene necesidades diferentes. No podemos compararlos con otros que supuestamente hacen muchas cosas o son muy exitosos, porque entre otras cosas, los niños muy exitosos también tienen miedo, miedo a perder la fama.
La inquietud es una manera neurótica de descargar la tensión y luego se transforma en un condicionamiento. La persona adopta una manera de ser acelerada, condición que luego se establece en su personalidad como hábito aunque las causas iniciales hayan desaparecido.
El miedo es la enfermedad de la gente moderna que posteriormente trasmite a sus hijos. Miedo a la pérdida, a las enfermedades, a la catástrofe, a la muerte, etc.
La actitud contraria es la manía, también neurótica, de la persona hiperactiva que asume riesgos innecesarios, absurdos, que en forma permanente juega su vida, se comporta de manera audaz y elige vivir al máximo.
El término medio es el equilibrio, la moderación, la posibilidad de disfrutar de la vida sin miedo y sin la necesidad de arriesgarla para sentirse vivo.
Los niños requieren más atención que objetos, sin embargo hoy en día la preocupación de los padres es que no les falte nada, principalmente todo lo que tienen los demás; y sin embargo lo que más necesitan es tiempo.
El tiempo para los humanos, es lo más valioso que existe porque representa el intervalo de su existencia.
Si se analiza todo lo que se hace en el día se podrá comprobar qué poco tiempo es el que se les reserva a los hijos para estar con ellos.
Esas carencias son registradas por los niños que se acostumbran a rebelarse a su manera, rompiendo cosas, castigando a otros niños, robándole a los padres dinero, accidentándose o provocando situaciones caóticas.
El hombre actual tiene la omnipotencia de creer saberlo todo. Si es creyente, Dios constituye una entelequia sin relación con su vida y eso es lo que le transmite a sus hijos.
Están convencidos que Dios no tiene nada que ver con lo que les pasa, porque parece estar en otra parte, tal vez regocijándose con los sufrimientos humanos.
Puede ser, porque la humanidad está cada vez más alejada de Él, haciendo lo imposible para autodestruirse.
Un niño tiene que tener la posibilidad y el derecho de vivir en un hogar donde reine un clima de tranquilidad y confianza. La fe no se limita a creer en Dios, hay que creer en la vida y en los valores, porque es indiscutible la relación entre lo que hacemos y lo que nos pasa.
Una madre tranquila y satisfecha y un padre proveedor que pone límites y es responsable, logran un hogar en armonía e hijos tranquilos y felices; porque el hogar es donde se forja el carácter y donde se aprende el respeto por el otro y la confianza en el valor de la ética.
La verdadera fuente de las tragedias humanas siempre es un hogar que no funciona, cuando no está sólidamente constituido, no se cumplen los roles, no hay reglas claras, ni valores, ni respeto mutuo.
Los niños aman las rutinas, y no se adaptan fácilmente a los cambios ni a la vida inestable; no pueden entender los divorcios y les cuesta mucho aceptar que sus padres tengan nuevas parejas.
Los niños sólo adquieren la estabilidad emocional en un hogar funcional.