El apego
Todos nos aferramos a algo, pero hay gente que elige ese modo de conectarse con las cosas y las personas para convertirlo en su modo de vida.
A muchos les cuesta tirar cosas por su significado. No pueden tirar libros, cartas, fotografías, estampitas, regalos y todos esos objetos que todos vamos acumulando porque nos da no se qué desprendernos. Otros guardan todo lo demás aunque no tenga significado salvo la probabilidad de necesitar algún día ese desperdicio, como si vivieran en una isla desierta.
El apego es la ilusión de que las cosas son permanentes, es la resistencia al cambio, la negación de la muerte y la no aceptación de que todo termina algún día.
Los objetos nos atan a este mundo contingente y se convierten en pesados lastres para el alma. Son anclas que mantienen la conciencia a nivel del piso y no nos dejan asomar la cabeza para ver el horizonte.
Es verdad que las cosas nos dan seguridad y mejoran nuestra autoestima; como una casa, un auto, un seguro de vida, aunque la vida sea pura incertidumbre.
También es cierto que todos incorporamos a nuestras identidades nuestras pertenencias, por eso en esta sociedad en que vivimos el Ser es el tener, y sabemos que no nos sentimos igual manejando un auto nuevo que uno antiguo.
Hay que reconocer que es más fácil hacer lo que hace la mayoría. Para qué atrevernos a incursionar en lo nuevo si nos sentimos tan cómodos con lo viejo?
No será que no atarme a nada me obligará a cuestionarme quién soy?
Cuando las cosas nos importan tanto nos convertimos en sus prisioneros y perdemos la libertad.
Un cuento para pensar
Un hombre primitivo
Era una vez un hombre primitivo que no le gustaba cambiar nada. Tenía un auto viejo que no lavaba, con el farol de giro atrás que hacía rato no funcionaba.
Se ponía siempre los mismos trajes porque decía que no los iba a tirar, que estaban nuevos.
Guardaba todo y no tiraba nada y hasta a los corchos de las botellas de vino, las tapitas de las gaseosas y otras cosas inservibles se aferraba.
Tenía todos los placares de su casa ocupados con cosas de él y apenas le dejaba lugar a su mujer para sus pertenencias, pero a pesar de todo, los dos habían logrado con los años una feliz convivencia.
Pero con el tiempo las cosas fueron empeorando de tal manera que la casa se fue convirtiendo de a poco en un depósito lleno de cajas y bolsas de plástico llenas de cosas en desuso; y a medida que esta insensatez iba aumentando, curiosamente este señor, que era mucho más joven que su mujer, parecía cada día más viejo.
Es que la vida es cambio y el que no quiere cambiar ya está muerto
Cansada de tolerar tantas calamidades, su mujer aprovechó un día su ausencia para tirarle todo y prenderle fuego.
Ese fuego fue la declaración de guerra que sólo pudo terminar con la separación de ambos, porque él no pudo perdonarle a ella la afrenta de haberle arrebatado de un plumazo la pérdida de la basura que tanto apreciaba.
Ahora, ella tiene un departamento nuevo libre de trastos, y él, fiel a si mismo, conserva la casa vieja y sus recuerdos.