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Limitar saludablemente.

Publicado por Lic. Maria V.

Ya hemos hablado en varias ocasiones acerca de la importancia de los límites.

Los límites son esenciales para el desarrollo y la constitución psíquica de cualquier individuo. Y cuando hablamos de límites tenemos que poder comprender a qué hacemos realmente referencia.

A veces pensamos que límites son los gritos, golpes o retos. A veces, creemos que sólo tiene que ver con marcar lo que «está mal». Muchas personas lo asocian directamente con el enojo e incluso con la violencia.

Los límites saludables y los que verdaderamente son necesarios en nuestro recorrido no son esos. El enojo es enojo, la violencia es violencia y la censura es censura. Hay familias muy estrictas donde no hay verdaderos límites. Y para despejar estas confusiones vamos a empezar por el principio.

Un límite es aquello que funciona como margen, borde o separación. Gracias a él podemos saber lo que está aquí y diferenciarlo de lo que está allá. Si el límite no estuviera, ambos territorios se confundirían, serían el mismo.

En primera instancia, entonces, los límites nos ayudan a reconocer quiénes somos, y a diferenciarnos de los demás. 

El límite además implica poder ejercer esa separación en momentos de invasión. Decir NO a situaciones que nos nos hacen bien, es una forma de marcar ese límite, de pedir que del otro lado se reconozca y se respete.

Cuando somos pequeños no sabemos de límites. Un niño pequeño, en su etapa deambuladora, es todo impulso y todo exploración. Los adultos debemos ayudarlo a discernir qué puede hacer y qué es peligroso y debe aprender a evitar. Si el adulto no modula estos límites, el niño no aprenderá a reconocerlos y crecerá sin poder distinguir situaciones potencialmente riesgosas.

El adulto, además, debe ayudarlo estableciendo gradualmente una diferencia entre él mismo y los demás. El niño solo no puede hacerlo.

Para esto, el adulto debe poder respetar sus espacios, valorarlo es su individualidad, registrar sus necesidades infantiles como distintas de las propias, y ayudarlo a reconocer sus emociones, validándolas.

Si el padre o la madre, ante el llanto o angustia del niño colapsa, está confundiéndose con él. La emoción del niño dispara la propia, y en esa confusión no hay límite claro.

Cuando no hay límites claros respecto a estos aspectos, un niño puede crecer sintiéndose culpable de provocar emociones displacenteras en los padres. No puede distinguir que si los padres se angustian, por ejemplo, es porque intervienen allí otros factores que no le pertenecen.

Los límites saludables se ejercen siempre desde el amor (la firmeza es amor también y no implica en modo alguno agresividad ni desborde). Ayudan al niño a crecer seguro y a permitirle que gradualmente vaya construyendo su identidad.

Son ordenadores, generan la seguridad y confianza de base necesaria para poder desplegarnos y abrirnos al mundo. Nos permiten establecer vínculos sanos, donde se comparta pero a la vez se respeten los espacios individuales. Si no hay límites constituidos los vínculos, si se forman, sólo pueden ser codependientes (ambas partes funcionan casi como una), si uno cae, el otro también. Las emociones que experimenta uno terminan desplegándose en el otro, y así sucesivamente.

Concientizar y trabajar respecto a los límites saludables es una responsabilidad que nos corresponde como adultos, ya que es clave como parte de un entramado familiar y consecuentemente social que necesita ser revisado con urgencia.