Normalizar lo que hace daño.
Muchas veces normalizamos conductas o modos de intercambio vincular, no pudiendo registrarlos como nocivos. Esto ocurre como modo de protección y, en general, se construye a lo largo de la crianza y en la primera infancia.
Muchos hábitos, modos de comunicación, reglas y normas familiares que han subsistido a lo largo de los años, y que no se cuestionan ni discuten, se perpetúan a lo largo del tiempo «naturalizándose«. Esto implica que pasan a formar parte de lo que en ese medio familiar o social se considera «normal». Muchas de estas formas, sin embargo, son dañinas y puede representar diversas formas de abuso o de falta de límites y contención que serían saludables.
Normalizarlas nos impide poder observarlas con visión crítica y potencialmente poder cambiarlas. Este es uno de los motivos por el cual muchas personas que son víctimas de abuso, no pueden verlo como tal hasta pasado largo tiempo.
Socialmente y dentro del seno familiar hay muchas conductas que forman parte del entramado cultural que son nocivas pero que no se consideran tales. Una de las razones por las que naturalizamos este tipo de cuestiones es porque resulta muy doloroso enfrentarlas, entonces el psiquismo se defiende, restándoles importancia.
Con el tiempo pasan a formar parte del código familiar y social, sin ser en absoluto cuestionadas.
Patrones constituidos de este tipo condicionan nuestra capacidad de registrar lo que nos hace daño. Impiden que nos conectemos con nuestras necesidades, que registremos aquellas actitudes de otros, modos de hablar y de conducirse que nos lastiman, que atraviesan nuestro espacio personal o atentan contra nuestro estado interno. Dejamos de cuidarnos, nos exponemos al maltrato o a la desprotección, y muchas veces esto mismo impide que podamos observar el sufrimiento de otros y empatizar con ello.
Poder desnaturalizar patrones y códigos familiares es sumamente necesario para potenciar cambios psicológicos tanto individuales como colectivos. Lo que está naturalizado no puede cambiar, se repite como todos los hábitos y se pasa de generación en generación.
Es interesante observar cómo es la respuesta ante conductas o discursos dañinos en el seno familiar cuando están naturalizados. En muchos casos no hay respuesta o límite al otro. El silencio, la inacción, o la respuesta de «él es así, o ella es así» cierra todas las puertas al cambio.
En muchos otros casos todos lo miembros participan, reproduciendo ese tipo de conductas entre sí y con otros, considerándolos «chistes» o parte de la idiosincrasia familiar.
Normalizar lo que hace daño es una forma de protección, pero evitando visibilizarla impedimos que pueda ser transformada. Los discursos machistas, la discriminación, burla o humillación dentro del seno familiar son ejemplos de esto, y el modo de intervenir es, en primera instancia, poder cuestionar eso que se escucha o se experimenta a diario, y que forma parte del entramado de nuestra vida.
Cuestionándolo podemos poner límite, separarnos, mostrarnos en desacuerdo o manifestando que no queremos escuchar o recibir ese tipo de trato. En el momento en que un miembro de la familia introduce este cambio, algo en la dinámica total se modifica. Por más que quienes lo ejerzan activamente no cambien su postura.
Cuanto uno de estos cambios se introduce, los roles se alteran. La respuesta que se venía desarrollando ya no es la misma, y esto es en sí mismo una transformación.
Desnaturalizar lo que nos hace daño implica poder enfrentarnos y conectarnos con lo doloroso. A veces es más sencillo no verlo, o verlo en otros en lugar de en el terreno propio. Pero el único modo de trabajarlo es poder concientizarlo.