El Descontento Popular
Vivimos en un país de personas descontentas, malhumoradas y criticonas, donde la alegría brilla por su ausencia.
La gente se maltrata, las parejas no duran, los niños son agresivos, los adolescentes son violentos; se negocia con la muerte, porque los famosos venden más muertos que vivos, la gente hace cola para ver a alguien cuando está muerto aunque no lo hayan conocido y hasta los programas de televisión resultan tragicómicos, porque la gente sólo se ríe cuando los protagonistas hacen el ridículo.
Parecería que todos se empeñaran en ver la parte negativa que tienen todas las cosas y vivieran amargados llenos de envidia y desconfianza.
Tomar un taxi equivale a estar condenado a escuchar por radio los comentarios ácidos de los periodistas sobre la realidad nacional y los de sus oyentes, que se complacen en aprovechar la oportunidad para destilar su propio veneno desde muy temprano; mientras los atribulados pasajeros se resignan a comenzar el día, intoxicados por la mala onda colectiva.
En esta ciudad, la mayoría parece estar deprimida, amargada, preocupada y centrada absolutamente en si misma. Les resulta difícil aceptar las cosas como son, se rebelan y tratan de cambiar todo.
Tampoco se puede tratar de contagiar optimismo porque al que se atreve le enrostran que no se puede ser optimista cuando hay gente que sufre el hambre.
Si toda esa energía se utilizara para ser creativos y además si lograran ser capaces de disfrutar y amar lo que tienen, es indudable que todos viviríamos una mejor calidad de vida, sin embargo sólo parece imperar el impulso para la resistencia, la rebelión y la crítica.
El descontento ya no se trata de una respuesta a una situación desagradable sino que se ha convertido en una manera de ser, un modo de relacionarse y una forma de vivir. Se apuesta a perder y no hacen nada, porque el fracaso es lo que más se teme.
Estar malhumorado, descontento, amargado y ser quejoso es un hábito arraigado en esta cultura, difícil de cambiar porque motivos externos habrá siempre y muchos no pueden aceptar que la vida tenga sus reveses.
Es así que la onda de bronca nos sigue a todos lados, porque está en la calle, en la propia casa, en las escuelas primarias y secundarias, en la Universidad, en los medios de comunicación, en los negocios y en el trabajo.
La negatividad reinante se ha convertido en una epidemia de malestar colectivo que se propaga como un virus contagioso y nos arrastra hacia abajo, nos quita la esperanza, nos impide ir hacia adelante y ver el horizonte.
Si es verdad que las crisis ayudan a construir el progreso, nuestro país debería estar en la cima del mundo, sin embargo nunca podemos disfrutar de los paréntesis entre crisis, porque antes de recuperarnos caemos en otra.
La gente parece no poder apreciar nada porque en todo descubre una falla, lo imperfecto; y es en la búsqueda de la perfección y en la intolerancia en lo que fallamos, porque la perfección no existe, sólo intentamos alcanzarla pero apenas logramos la sombra de lo verdadero.
Este descontento permanente desgasta el cuerpo, la mente y el espíritu y es expresión de cómo se siente cada individuo consigo mismo.
La gran mayoría no es como desearía ser, no está conforme con su trabajo o con la carrera que ha elegido, está cansado de su mujer y de sus hijos, el dinero no le alcanza y además tiene muy poca tolerancia a la frustración, porque sus expectativas siempre exceden su capacidad y él no está atento ni dispuesto.
Sus limitaciones lo frustran y como no puede reconocer su responsabilidad en ese estado de cosas, le echa la culpa a los demás, a su condición, a su familia, a su país, a los gobiernos, porque no se quiere dar cuenta que el único responsable de su vida es él mismo.
Detrás de un amargado hay un depresivo encubierto, alguien que desprecia a la vida que tiene un proyecto de vida autodestructivo y también quiere que los demás desaparezcan.
Nadie es perfecto y cada uno hace lo que puede con lo que tiene; y el problema no está afuera sino adentro.